lunes, 12 de noviembre de 2012

De Renoir

Lola está sentada frente a mí y me pasa la sal con gesto preocupado. Es una situación incómoda porque una señora anacrónica, con una pamela sacada de un cuadro de Renoir, se ha sentado a nuestra mesa, entre las dos y nos importuna cada vez que iniciamos la conversación.
–No deberías ponerte tanta sal –me incordia.
Quiero decirle a esta señora de aspecto decadente que se meta en sus propios asuntos, que nadie la ha invitado a sentarse con nosotras y que se largue de una maldita vez. Pero me callo, no quiero armar un escándalo en el restaurante, y ella sigue tan tranquila, diciéndome con parsimonia que no hable tan alto, que no ponga los codos en la mesa, que la sal es mala para el corazón y que, a largo plazo, le agradeceré el consejo. A ojos de esta señora yo no soy más que una ingrata que no sabe apreciar sus advertencias juiciosas, porque si lo hiciera, a quién le cabe duda, me iría mucho mejor.
–Tiempo al tiempo –añade todo cara dura y educación ella.
Esta señora me saca de quicio, pero le prometí a Lola que esa iba a ser nuestra noche y no puedo estropearla, menos por una señora tan fuera de lugar. Así que aguanto un poco más y hago como que no existe. Seré educada, me digo a cada poco. Lola hace lo mismo que yo, a pesar de su gesto preocupado. En realidad, he de admitir que a ella le sale mejor. Lola es capaz de tomarme la mano y acariciarla como quien pasea al borde del océano en un día de paz. Lola puede sonreírme con la calma de un rayo de sol y contarme su día refrescándome con la brisa de sus ojos enamorados sin importarle que la señora de marras gesticule, se quite el sombrero y comience a tararear una canción irritante e imposible.
Tengo que decirlo. Lola me tranquiliza, me engatusa, me enamora. Creo que además de quererla con toda mi alma, también la admiro. Por eso respondo ahora a sus comentarios como puedo, con una sonrisa forzada mientras, cuento diez hacia atrás. Diez, nueve, ocho, siete, seis... ¿Qué otra cosa puedo hacer con esta señora incordiante en medio? Cinco, cuatro, tres... Quisiera ser de otra forma, más como Lola, respirar hondo y convivir con el fastidio cotidiano como si le sucediera a otro, como cuando te subes al metro y otra señora igual de pelma que ésta te hinca el bolso o el codo. Resignación, respiración, resignación, respiración.
Pero entonces se desencadena todo de la manera más tonta. Entre el último plato y el postre, Lola y yo brindamos a la luz de la vela, comentamos lo magnífico del servicio, de los platos y con un brillo incendiario en sus ojos Lola saca algo de su bolsillo. Yo lo miro y no me lo puedo creer, ¡es un anillo! Y Lola toma mi mano como en el cine y me lo pone mientras formula otra frase clásica del celuloide:
–¿Te quieres casar conmigo?
Y de repente, el corazón se me apelotona en la boca, los manteles del restaurante se centrifugan por los laterales de mi campo visual y me olvido por completo de la señora maleducada con la pamela sacada de un cuadro de época que está entre nosotras. Lola se inclina sobre mí y dejo que me ponga el anillo, que me apriete la mano y la acaricie oceánicamente mientras espera mi respuesta.
–¡Qué asco! –rompe el momento mágico la señora.
Parpadeo. Nos está mirando despectivamente. Más que eso. Parece que nos está odiando intensamente. Es un odio proactivo.
–Sois unas guarras, eso es lo que sois, unas cerdas.
Aquello ha llegado demasiado lejos. Me zafo de la mano-caricia de Lola y me pongo en pie. Una cosa es que la señora nos incordie y otra muy distinta, que nos insulte. Más aún en un momento tan especial. Yo no soy tan santa como Lola.
–Pero... ¿qué es lo que pasa? ¿Te vas? –me pregunta Lola con el corazón en vilo al verme repentinamente en pie–. No has respondido a mi pregunta.
No tengo ninguna intención de irme. Sólo de...
–No, no es eso, es que voy a decirle... –quiero contarle a Lola todo lo que voy a decirle a la señora, todo lo que, llegado el caso, pienso hacerle. Estoy harta de esta señora consuetudinaria y metomentodo.
Pero la señora me mira a su vez con una sonrisa enigmática, de victoria. Es una sonrisa altiva, que me incita a la violencia: “Eso es, tú líala, grítame, zarandéame, haz lo que te está pidiendo el cuerpo que hagas, golpéame, aquí estoy, no me pienso mover, venga”, me instiga.
La buena de Lola espera a que yo complete mi frase. Cualquiera de ellas. Lo que le voy a decir a la dichosa señora o si me quiero casar o no con ella. Pero no le respondo de inmediato. La arenga de la señora con pamela me ha dejado de piedra. Y me asalta una sospecha repentina mucho más preocupante aún que el desconcierto de Lola. Explota dentro de mi cabeza como una tormenta tropical. Es muy difícil de admitir pero explicaría la calma de Lola, su arrojo frente a esta señora corsaria que ataca mis costas y me exaspera. ¿Podría ser que...? Haciendo un esfuerzo colosal, me vuelvo a sentar y le susurro a Lola sin importarme ya esta señora rara que no nos quita el ojo de encima y pega el oído sin disimulo:
–Lola, ¿hay alguien en la silla de al lado? –y señalo a la señora.
Lola me mira, completamente sorprendida ya.
–No, no hay nadie.
Y, de repente, me siento mucho mejor, podría decirse que feliz, a pesar de la señora anacrónica con pamela de cuadro de Renoir, que continúa allí sentada entre nosotras.
–Sí, claro que me quiero casar contigo.

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