Era obligatorio quejarse
en aquel país. La falta de motivos no era excusa. Había quien lo hacía a la
perfección, con muecas distinguidas, casi señoriales. La queja más elevada era
contundente y dejaba sin réplicas al interlocutor. Incluso los felices se
quejaban. Los veías por la calle mordiendo disimuladamente un limón para hacer
acopio de disgusto. Pero los muy felices no engañaban a nadie, sus quejas eran alegres, y al poco
emigraban a otro país.
Nota: gracias a LP por ayudarme a publicar esto.