lunes, 17 de junio de 2013

Diario de un emigrante (5 de 5)

Era obligatorio quejarse en aquel país. La falta de motivos no era excusa. Había quien lo hacía a la perfección, con muecas distinguidas, casi señoriales. La queja más elevada era contundente y dejaba sin réplicas al interlocutor. Incluso los felices se quejaban. Los veías por la calle mordiendo disimuladamente un limón para hacer acopio de disgusto. Pero los muy felices no engañaban a nadie, sus quejas eran alegres, y al poco emigraban a otro país.

Nota: gracias a  LP por ayudarme a publicar esto.

domingo, 16 de junio de 2013

Diario de un emigrante (4 de 5)


No había fronteras así que nunca supe en qué momento entré en ese país. De repente, vi sus habitantes desdibujados en una calle como volutas de un humo incierto, y me acerqué a ellos para preguntarles. Ninguno pudo precisarme nada. Sus palabras se disolvían en los labios antes de ser pronunciadas y en medio de tanta vacuidad llegué a cuestionarme si eran reales o no. Debían de serlo porque al poco se congregaron todos alrededor mía, fascinados por mi definición corporal. Y me hicieron su rey, lo más definido que nunca jamás hicieron.
Yo, sin embargo, no tardé en aburrirme de aquel lugar sin contornos ni contrastes. Y emigré a otro país.
...aunque a veces me pregunto si llegué a abandonarlo.

Nota:  gracias a LP por ayudarme a publicar esto.

sábado, 15 de junio de 2013

Diario de un emigrante (3 de 5)


Era fundamental tomarse las píldoras para poder entrar en aquel país. Dos azules en el control de pasaportes, una blanca en la puerta de embarque y, a partir de ahí, una roja cada 20 minutos.
Y cómo olvidarlo. Cada nada infinidad de carteles se iluminaban en las calles y lugares públicos. “Dindondín. Píldora roja”, atronaba también la megafonía en el interior de los edificios. Entonces yo dejaba a un lado lo que estuviera haciendo y sacaba mi cajita de pastillas rojas. Y como yo, nadie sabía a ciencia cierta por qué las tomaba y tampoco nos atrevíamos a prescindir de ellas.
Supe que me había adaptado un día en que me vi aguardando con una paciencia calculada la señal del minuto 20. Así, quieto, como el resto de los ciudadanos con sus cajitas de pastillas abiertas y listas. Sólo importaba ese momento. El resto, qué más daba. Y entonces decidí emigrar a otro país. 

Nota: gracias a LP por ayudarme a publicar esto.

viernes, 14 de junio de 2013

Diario de un emigrante (2 de 5)

En aquel país al poco de nacer tenías que elegir hacia dónde mirar. Había quien miraba hacia abajo y sólo le preocupaba tropezarse con las piedras del camino. Luego estaba quien optaba por mirar hacia arriba y rara vez veía al de al lado. La inmensidad del cielo le hacía sentirse diminuto y solitario. Y por último también, estaban quienes habían decidido mirar al frente. A estos les costaba trabajo tener sueños o no tropezarse. Sin embargo, viendo al resto dar tumbos, se sentían dueños de la razón. Yo, que podía mirar en esas tres direcciones, supe de inmediato que todos llevaban razon. También, que vivían instalados en verdades irreconciliables. Y entonces, emigré a otro país.

Nota: Gracias a LP por ayudarme a publicar esto 

jueves, 13 de junio de 2013

Diario de un emigrante (1 de 5)

Llevar tacones era señal de clase en aquel país y llevar zancos, sus hermanos mayores, el emblema superlativo de la distinción. Yo llegué a estas tierras en zapatos planos y nunca conseguí integrarme. Me descartaban de las entrevistas de trabajo. No daba la talla, decían. 
“Ni unos míseros centímetros de alzado”, se lamentaba una recruiter de dos metros y medio. Entonces comprendí que la gente como yo, de zapato plano, cómodo y funcional, no llegaba muy alto allí, y por tanto tampoco muy lejos. Y emigré a otro país.

Nota: Gracias a L.P. por ayudarme a publicar esto.