lunes, 29 de diciembre de 2014

Cucharillas

Nadie conoce la esencia verdadera de una cucharilla. De entre todos los cubiertos resulta el más aburrido. Por eso pasa desapercibida su obstinación profunda de acumularse por los rincones. Digamos el fregadero, los bajos del lavavajillas o incluso la misma basura. 
Si de verdad prestáramos atención, si supiéramos leer las señales, hace tiempo que habríamos actuado. Porque esa acumulación, esa repetición constante de su presencia no es casual. Encubre el hecho de que se multiplican. En esos rincones las cucharillas se reproducen, diversifican y agolpan como ejércitos de objetos apelotonados en las fronteras del enemigo. Ellas se fecundan, proliferan y se empoderan siempre a la espera de que el plano se incline, nuestra realidad vibre y se produzca esa intersección de nuestros universos. Entonces, ya será tarde y entrarán de golpe para llevar hasta las últimas consecuencias esa esencia secreta y oculta de cucharilla. 

miércoles, 16 de julio de 2014

La mancha



Ella me baña. Hay música relajante de fondo. 
–Mi amor –me dice. 
Asomada al borde de la bañera ella me unta de espuma. Mis párpados se relajan, mi cuerpo se afloja con sus palabras y su contacto, me dejo hacer. 
–Levanta el brazo. 
Automáticamente mi brazo, justo el que ella quiere, obedece y se levanta. Siento la esponja recorrerlo con delicadeza. 
–Me encantas –murmura mi amor. 
Su tono de voz es bajo y se coordina con el chapoteo del agua. Me adormezco de felicidad. 
–El otro. 
Mi brazo izquierdo rompe la superficie del agua como un pez y entonces ella la ve. 
–¿Qué tienes ahí? 
Su voz se ha roto y a mí se me activan los sentidos en alarma. 
 –¿Dónde? 
Ella ya me ha tomado el brazo-pez por su cuenta y lo inspecciona. 
–Aquí, esto. 
En la panza de la extremidad hay un borrón de tinta negra con forma de ballena abisal. 
–Ah, no es más que una mancha –le quito importancia. 
Pero ya estoy incorporándome en la bañera. 
–¿Cómo ha podido suceder? 
No sé qué responderle. Ella ve mi desconcierto, toma una esponja de crin y le echa doble dosis de gel. Frota. Y frota. Y frota. Pero la mancha parece que se modifica, expande y multiplica su profundidad. Ella me mira con los ojos llorosos, incrédula. La ballena abisal de la mancha adquiere un volumen obsceno. 
–No sale, es mucho peor. 
Yo me siento del todo en la bañera. El cetáceo de tinta late en mi brazo descaradamente. 
–No puede ser. 
Ella frota un poco más. Yo le quito la esponja e insisto con todas mis fuerzas. Froto la panza del brazo repetidamente hasta enloquecer. Restriego, insisto y mi brazo enrojece. Mi amor me observa desde el borde la bañera y llora desconsolada. No quiere tener que dar el paso siguiente y llora. 
–Lo siento mucho –gime. 
–Es sólo una mancha de nada –le digo–. ¡Se puede arreglar! 
Pero no es una simple mancha, siento que se desplaza y adquiere autonomía. Y veo también a mi amor levantarse, acercarse al lavabo y coger la goma de borrar. Trata sin éxito de contener las lágrimas. Querría creerme, me doy cuenta, pero no puede. Mi amor se inclina sobre la bañera y me toma de la mano. 
–Quizás baste con el brazo –aún suplico. 
Ella no se detiene y yo no puedo resistirme. 
–¡No lo hagas! 
Me mira con dolor. Sus ojos son una piscina o bañera en la que yo, reflejada, me ahogo. Veo que no quiere hacerlo, que de verdad no lo desea. Pero lo hace, comienza a borrar. Elimina toda la tinta del antebrazo, el borde de mi hombro y mi cuello. Pierdo los pechos, las costillas, el vientre. Veo el hueco vacío en que me deja y me aterro. Lo hace poco a poco, meticulosa, recorriendo mi cuerpo con la misma displicencia con la que antes me untaba de espuma. 
–Eras tan hermosa –se lamenta entre lágrimas. 
Se esfuman mis muslos, la cadera, el pubis. Casi sin darme cuenta me arranca el volumen, me deja sin sombra, sin texturas ni contorno. Me desvanezco. 
–Podrías pintarme de nue... 
Y también la boca, me borra con la eficacia del dolor, por completo. Lo siguiente es que yo dejo de existir para siempre. La bañera se queda vacía y ella aún de pie en la habitación probablemente decide regresar al estudio para coger su lápiz: 
–Mi próxima obra será perfecta y verdadera.

domingo, 6 de julio de 2014

La liberación

Se abre la puerta del vagón y entra un orco rodeado de un rebaño de moscas. Todos los viajeros huyen y se apelmazan en el otro extremo del coche. Sólo un adolescente se queda sentado en el suelo. Mira absorto la pantalla de su móvil. El orco lo ve, saca su espada y le apunta con ella, pero el chaval no se mueve. Los pasajeros gritan aterrorizados. Alguien acciona la alarma y el metro queda detenido en la estación. 
El orco mira entonces a los viajeros a través del enjambre de moscas, pero los descarta enseguida. Es más interesante la cría de humanoide que aporrea la cajita negra en el suelo. El orco recorre su cuello con la punta de su espada. Antes del baño de sangre querría saborear su miedo. Pero la víctima ni siquiera parpadea. Por un momento el orco arruga el entrecejo y vacila. ¿Es que no se da cuenta de que va a morir? Es justo lo que el adolescente esperaba. 
–Ya te tengo. 
En la pantalla del móvil, un elfo acaba a traición con la vida del orco. Al mismo tiempo, las puertas del metro se desbloquean y el rebaño de moscas recién liberado busca un nuevo pasajero al que servir.

viernes, 4 de abril de 2014

La herencia

–La barbilla es enteramente del padre. 
–Bueno, pero tiene los ojos de la abuela. 
–¡La nariz es mía! 

Poco a poco los familiares fueron descuartizando al bebé hasta no dejar de él ni una gota de identidad propia.

sábado, 29 de marzo de 2014

La visita

... De nuevo estoy en la oficina. Mi camisa está planchada impecablemente. Llevo pajarita y gemelos a juego. Firmo un documento y espero a que la tinta se seque. No hay clientes todavía así que sacó el abrecartas del cajón para despachar la correspondencia. 
De repente, un hombre surge de la nada, se sitúa frente a mí y palidece. Sin venir a cuento, empieza a gritar como un poseso señalándome con su dedo índice. Cómo lo odio. Pero aguanto. Finjo no verlo, no oírlo, no sentir su dedo índice apuntándome. Hasta que la situación se hace imposible. Entonces, hago lo de siempre. Me pongo en pie, rodeo el escritorio que nos separa, le bufo al oído y lo alejo a manotazos hacia la puerta. Funciona. 
Con la cara desencajada por el terror, el hombrecillo se desvanece en el aire, la oficina vuelve a la normalidad y yo recoloco la tinta y el papel secante que habían caído al suelo. También mi camisa, arrugada por los forcejeos. 
Es insano, me digo, ya no sé qué hacer. Después de esto, hoy tampoco entrará ningún cliente. Ninguno sobrelleva como yo estas visitas ocasionales de los vivos. 
Malhumorado, salgo a la puerta de la calle. Veo los carruajes pasar y mi espíritu va calmándose poco a poco. Entonces todo se oscurece y al abrir los ojos... De nuevo estoy en la oficina y mi camisa está planchada impecablemente.

sábado, 18 de enero de 2014

La maravilla

La criatura llegó volando. Cuando divisó al niño con su mochila cargada de libros, agitó sus plumas de colores y planeó en círculos sobre él. El pequeño arrastraba los pies por la calle camino del colegio y no levantó la mirada. Fascinada, la bestia hizo una pirueta y se posó sobre la farola más próxima para examinarlo mejor. El niño sin embargo no le prestó atención y pasó por debajo como si nada. 
Ni siquiera cuando aquel ser desplegó sus alas y aulló música aterradora, el niño mostró el menor signo de interés. Se alejaba ya por la esquina, cuando la criatura, desesperada, se plantó frente a él con los ojos inyectados en sangre. 
-Es una pena que sólo seas un producto de mi imaginación -murmuró.
Ajeno a la maravilla, el niño continuó su camino.

miércoles, 15 de enero de 2014

Desconectados I

Iba a hacer algo importante, pero no recordaba qué. Comprobó su agenda en el móvil. Nada. Cerró el resto de aplicaciones. Nada. Antes, se detuvo en una de ellas y entró por si había alguna actualización. Nada. Entonces, levantó los ojos de la pantalla y vio que el resto de los ocupantes del vagón de metro miraban también sus dispositivos. 
Nada. ¿Qué era eso tan importante que tenía que hacer? Y desbloqueó de nuevo su terminal para comprobar si estaba en alguna de sus notas. Había listas ciertamente curiosas. Tendría que revisarlas más a menudo. Con lo despistada que era, mejor si a partir de ahora lo anotaba todo y se organizaba así. Empezando ya, ¿por qué no? Lo escribiría ahora, aunque no recordaba qué era eso que tenía que hacer. Activó el teclado y mientras los menús de opciones se sucedieron, el metro avanzó estación tras estación dejando atrás la parada en la que tenía la cita a la que no podía faltar. Al final del trayecto, pensó que, después de todo, no sería tan importante si se le había olvidado. Y regresó a casa.

martes, 7 de enero de 2014

Seguridad ciudadana

En la zona de espera unos rótulos cálidos y luminosos le indicaron que su casa estaba segura, su coche, su trabajo, su mujer. Y pensando en todo lo que tenía, el hombre se puso a la cola y aguardó su turno. 

Luego, las fuerzas del orden irrumpieron: 

 –¡Los del sector F, sepárense! 

El hombre no reaccionó. Sus pies se hicieron pesados como buques que se varan en el asfalto, hasta que uno de los uniformados lo golpeó con su arma.

–¡Venga, venga, venga! ¡Sector F! ¿Es que está sordo? 

El hombre marchó a trompicones y miró aturdido en derredor. Un sudor viscoso se apelmazó en sus sienes como si fuera plastilina, el sabor ferroso de la sangre le inundó la boca y pensó que era posible que nada estuviera seguro ya, ni su coche, ni su casa, ni su trabajo, ni su mujer. Pero aún no lo sabía. 

Los uniformados hicieron desfilar a todo el sector F –golpearon a algunos; a otros se los llevaron y no los devolvieron; alguien oyó disparos– hasta diezmarlos. Y al cabo de las horas, cuando nadie se resistió ni siquiera con la mirada, los soltaron gritándoles: 

 –¡No lo olvidéis! ¡Mañana también estaremos aquí! 

Paralizado, el hombre no reaccionó hasta que unos brazos lo empujaron con violencia. 

–¡Largo! ¡Largo de aquí! 

 Los soldados se rieron. Entonces, sí, el hombre recuperó la movilidad, suspiró aliviado y notó que sus pies se aligeraban. Corrió de regreso a la zona de espera donde un rótulo les indicaba que no tenían nada que temer, que sus casas, sus coches, sus trabajos o sus mujeres estaban seguros, y aguardó su turno. Cada día era la misma historia.