viernes, 5 de abril de 2013

A la deriva

Al acercarse las cuatro de la tarde todas las calles cambiaban de sitio, replegándose, estirándose y retorciéndose a placer como un acordeón. Por eso, al dar las tres y media los habitantes de Moncofa se apresuraban y corrían a sus casas. De no hacerlo, se arriesgaban a no encontrar de nuevo sus hogares en el mejor de los casos o ser aplastados por el mobiliario urbano en el peor.

Vicentica soñaba con el día en que su casa y la de Wenceslao cayeran contiguas. Ese día, lo tenía decidido, no se andaría con chiquitas: derribaría los muros del patio de atrás y construiría durante la noche, torpe y acelerada, una caseta de obra sobre sus cimientos. Esa era, por costumbre, la mejor declaración de amor que una mujer podía hacer en Moncofa. También la más definitiva. Pero ese momento no parecía llegar nunca y los años iban pasando. 

Wenceslao, por su lado, soñaba con cruzarse con Vicentica en una plaza y escuchar, aunque fuera una sola vez, su voz, pero las mujeres empleaban la mayor parte de la tarde confeccionando el nuevo plano de Moncofa y a la mañana siguiente también había confusión: nunca estaba claro de quién eran los huertos colindantes y había que deshacer las suspicacias vecinales. Como resultado, Vicentica jamás tuvo un momento ocioso en el que hablar con él y cuando se cruzaban en una callejuela, Wenceslao, muerto de vergüenza, lo único que hacía era asentir con la cabeza y alzar la mano en señal de saludo. 

Sin embargo, un día en que las casas se desplazaron a trompicones y la iglesia quedó fuera del pueblo aconteció lo casi esperado. C
omo cada día a la misma hora, Vicentica contemplaba desde su balcón el devenir arquitectónico. Tenía la secreta esperanza de que la biblioteca cayera cerca de casa esta vez, cuando las piezas parecieron por fin encajar y dejar a pocos metros del suyo, el balcón de Wenceslao.

Wenceslao, también pertrechado en su galería, no dudó en abrir la cristalera inmediatamente y llamar a Vicentica a voces. Ella le respondió: claro que buscaría la manera, claro. 
Sus patios no eran contiguos, pero si después de tantos años esto era lo cerca que les ponía el destino, habría que ingeniar el resto. Y a mitad de la tarde ya tenían la solución: construirían un puente entre sus alcobas, un puente que atravesaría la calle. No tenía que ser perfecto, sólo que aguantar el baile de calles un día al menos para asentarse

Se pusieron manos a la obra. Cortaron listones, emplazaron travesaños y durmientes, clavos, cuerdas y encolados durante el resto de la noche y, al amanecer, los vecinos los señalaron tras los postigos como a un par de locos. Vicentica y Wenceslao estaban rendidos cuando al final de la mañana, poco antes de las cuatro, se sentaron juntos sobre el puentecillo que unía ahora sus aposentos mientras contemplaban el mar de calles y casas mecerse bajo sus pies.

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