Vio su
silueta el día anterior, agachada sobre los últimos cultivos del horizonte, y se temió lo peor. No tenía nada que ocultar, su trigo era limpio y antiguo, pero
sabía que eso no bastaba. Y ahora lo
tenía en la entrada de su casa, con esa sonrisa de lagartija, acechándole con
un puñado de espigas en la mano y un traje de corbata perfecto. No pudo evitar
el desprecio.
–Soy...
–Sé quién es usted.
La
sonrisa del inspector se amplió, dándole una nueva luz a sus ojos saltones.
–Tanto mejor entonces. Más
fácil... Hemos analizado muestras de grano tomadas anoche en su propiedad y
hemos validado que tiene nuestra patente...
–Eso es imposible.
–Los laboratorios tienen
certificado independiente y sus resultados están avalados.
–Me da igual, es mentira. Ni en
un millón de años se me ocurriría cultivar la basura que ustedes llaman trigo.
¡Lárguese de aquí!
–Me voy enseguida. En realidad,
esto ya está en manos de nuestros abogados. A mí me han enviado para otra cosa.
El
agricultor se mordió el labio inferior. Si al menos, aquel inspector no moviera
los ojos de aquella manera... como si tuviera un segundo párpado. Era
desconcertante.
–Estoy aquí para proponerle un
trato.
–Pues hable ya de una vez o
lárguese –quiso atajar.
El agricultor
se fijó mejor en aquel hombrecillo que apenas levantaba el metro sesenta del
suelo. Él no se consideraba una persona violenta, pero algo en ese inspector le
despertaba las ganas de golpearlo y aplastarlo contra la pared. Y entonces
escuchó su voz con atención:
–Usssted en el fondo sabe que no
tienen nada que hacer. Nuestra corporación fff tiene el mejor gabinete de
abogados del país. Poco importa que gane o pierda el pleito. Usted acabará
arruinado en cualquier caso. Tenemos análisis que dicen que usted ha cultivado nuestro grano en su propiedad sin licencia.
El
agricultor parpadeó. Algo en aquel tono le inquietaba. Quizás el peso de las
fricativas, aunque tampoco sabría decirlo.
–Por eso estoy aquí, para
proponerle una sssalida.
El
agricultor no dijo nada y arrugó los ojos. No terminaba de comprender cómo
aquel hombrecillo no sudaba ni una gota estando al sol con ese traje. Era
imposible.
–Es simple, compre nuestra
licencia y se acabarán las preocupaciones. Nuestro grano es mejor, tiene ciclos
de producción más cortos y resiste las plagas. Con él, usted multiplicará la
producción y los beneficios.
–Yo no hago “producción”, sino
trigo, y mi beneficio ya es alto. Además, he probado su harina y no sabe a nada,
déjeme en paz.
El
inspector, que ya se esperaba una respuesta así, guardó silencio por un
momento. Luego silabeó y, dejando ver la piel viscosa de su boca, siseó:
–¿Sabe? En el fffondo, le estoy
haciendo un fffavor porque a nosotrosss nos da igual. Nuestro grano ya controla
el mercado. Todosss se han ido ya de aquí a la ciudad. Es inútil su esfffuerzo.
Nadie lo continuará después de usted. ¿Lo entiende ahora? Le estoy regalando
una oportunidad, una sssalida.
No eran
imaginaciones suyas. El sonido sibilante de sus palabras era real. El
agricultor dio un paso adelante. Un impulso irracional le latía en las sientes:
ponerle fin a aquel ser, aplastarlo como a una víbora. Si lo empujaba al
interior de la casa y lo estrangulaba, seguro que apenas opondría resistencia.
Pero se detuvo a tiempo. ¿Cómo podía ocurrírsele esta idea siquiera? Él era
pacífico, así que trató de mirar al horizonte y pensar en otra cosa.
–Puede que lleve razón, me
harían un favor –respondió apretando los dientes–, pero no puedo. Su grano
lleva demasiadas basuras e idiotiza.
Era
difícil fijar la mirada al final del camino con aquel lagarto en el porche de
su casa.
–No sea estúpido, aproveche la
oportunidad que le doy.
El
agricultor guardó silencio y entonces el inspector con su voz más persuasiva e
incisiva acompañó su discurso con sus manos huesudas:
–Eso es, usted piénselo. Mire
hacia el futuro y piénssseselo. No hay nada malo en pensárselo. Nuestro grano está
genéticamente diseñado para mejorar la producción... Todas las especies se
pueden mejorar. ¿No cree?
El
agricultor continuó escudriñando el horizonte. Aquel hombrecillo era tan
despreciable, que no se daba cuenta de la poca mella que hacía en él un
argumento así. Si lo miraba de nuevo ahora, no podría contenerse.
–Pero si su grano no sabe a
nada...
El
agricultor no vio al inspector sonreír. Pero sí lo presintió. Era la sonrisa
del que tiene un argumento irrebatible, una sonrisa que no hacía falta ver para
sentir:
–Oh, qué importa eso, ¿acaso
cree que la gente tiene el tiempo para saborear nada? ¿No se da cuenta de que
en nuestros días eso no es relevante?
¿No es
relevante? El agricultor sintió el mordisco de la rabia y se giró de golpe hacia
el rostro de su interlocutor. Este gesto brusco e inesperado pilló por sorpresa
al inspector. Por eso quizás y no por otra cosa, cometió ese desliz. El
agricultor constató con espanto y certeza sus pupilas reptilianas y el
chasquido involuntario de una lengua bífida, los únicos tics de esa especie que
la corporación aún no había podido mejorar en el laboratorio. El resto sucedió
demasiado rápido.
Descubierto,
el inspector trató de huir. En un acto reflejo, el agricultor lo empujó hacia
el interior de la casa y agarrándolo por el cuello, apretó con todas sus
fuerzas. Así, hasta oír el chasquido de sus huesos. En cierto modo, es lo que
había deseado desde que el principio, así que no le sorprendió verse reflejado
en el espejo de la salita. Sí que le sorprendió sin embargo, el modo en que el
cuerpo del inspector cejó el forcejeo y lánguido como una cortina mojada se volvió
verde.
El
agricultor aflojó la presión del cuello y lo dejó caer al suelo. Era repugnante.
Sintió un escalofrío. La lógica del discurso que ese reptil había empleado con
él era la lógica de las corporaciones que regía el mundo. ¿Cuántos más como él
habría? Con horror pensó en los ojos saltones de todos esos tipos que hablaban
por la televisión en nombre del gobierno o de algún consejo de administración.
Siempre lo había achacado al maquillaje o a la cocaína. Nunca se le habría
ocurrido pensar... pero algo interrumpió su descubrimiento: el cuerpo
enchaquetado y ahora verduzco del inspector reptaba sin decoro alguno por el
recibidor buscando la salida. Era fascinante verlo serpentear entre sus
tobillos. Hasta que sintió su mordedura.
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